Sarmiento fue quizás uno de los pocos hombres públicos argentinos que cultivó en toda su vida el humor, exagerado, frenético de todas las características y sobre ésto, escribía: “No, exclamaba, la risa contiene más enseñanza que la nieve (aludiendo al dicho de Emerson). El buen reír educa y forma el gusto. Jove reía. Los grandes maestros son inmortalmente risueños. Riamos nosotros, que el buen reír es humano y humaniza la contienda”. “Cuando la inteligencia sonríe, hay gloria en las alturas y paz en la tierra para los hombres”.
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Se celebraba el centenario de Rivadavia en la Capital, y en la imponente manifestación cívica desfilaron también los niños de las escuelas, Sarmiento, que en compañía de su nieto Augusto Belin Sarmiento, contemplaba el desfile en el que se calculaba más de dos mil niños, sintió humedecidos sus ojos de anciano y lloro muda y silenciosamente.
No pudiendo resistir más la emoción, le dijo a su nieto: -Vámonos. Lo siento mucho, pero vámonos.-
¿Qué le sucede? Le pregunto cariñosamente el nieto-
-Nada no es nada, se me ocurre esto no mas ¿Si me creerán digno, cuando me muera, de una manifestación infantil tan preciosa como esta? -¡!!!!!Cómo hay de niños en ella¡¡¡¡ ¿has visto?…
Y mientras regresaba a su casa, tranquilizándose, pensaba en sus niños; dejaba entrever, con amargo acento, la duda que abrigaba de que se le creyese digno de ser acompañado, después de muerto, por los niños en cuya educación empeño tantos sacrificios.
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En 1856 Sarmiento era Inspector general de escuelas llegó a un establecimiento y comprobó que los alumnos eran buenos en geografía, historia y matemáticas pero flojos en gramática y se lo hizo saber al maestro.
Este asombrado le dijo, no creo que sean importantes los signos de puntuación. –Que no! Le daré un ejemplo.
Tomó una tiza y escribió en el pizarrón: «El maestro dice, el inspector es un ignorante».
- Yo nunca diría eso de usted, señor Sarmiento.
–Pues yo si, dijo tomando una tiza y cambiando de lugar la coma. La frase quedó así: «El maestro, dice el inspector, es un ignorante.»
El maestro y el alumno
Al terminar la clase, ese día de verano, mientras el maestro organizaba unos documentos encima de su escritorio, se le acercó uno de sus alumnos y en forma desafiante le dijo:
– «Profesor, lo que más me alegra de haber terminado sus clases es que no tendré que escuchar más sus tonterías y podré descansar de verle esa cara aburrida»
El alumno estaba erguido, con semblante arrogante, en espera de que el maestro reaccionara ofendido y descontrolado.
El profesor miró al alumno por un instante y en forma muy tranquila le preguntó:
* «¿Cuando alguien te ofrece algo que no quieres, lo recibes?»
El alumno quedó desconcertado por la calidez de la sorpresiva pregunta.
– «¡Por supuesto que no!», contestó de nuevo en tono despectivo el muchacho.
* «Bueno», prosiguió el profesor. «Cuando alguien intenta ofenderme o me dice algo desagradable, me está ofreciendo algo, en este caso una emoción de rabia y rencor, que puedo decidir no aceptar.»
– «No entiendo a qué se refiere», dijo el alumno confundido.
* «Muy sencillo», replicó el profesor. «Tú me estás ofreciendo rabia y desprecio, y, si yo me siento ofendido o me pongo furioso, estaré aceptando tu regalo. Y yo, mi amigo, en verdad prefiero obsequiarme mi propia serenidad.»
* «Muchacho», concluyó el profesor en tono gentil, «tu rabia pasará, pero no trates de dejarla conmigo, porque no me interesa. Yo no puedo controlar lo que tú llevas en tu corazón, pero de mí sí depende lo que yo cargo en el mío.»
«Cuando conocí a mi maestro noté que siempre llevaba una mano metida en el bolsillo. Aunque al principio no le di importancia, al cabo de un tiempo le pregunté qué guardaba allí:
– Aquí llevo a mi peor enemigo. Y siempre tengo la mano metida en el bolsillo para evitar que se escape y haga estragos en mi vida-
Aunque en ese momento no comprendí nada, tampoco quise insistir. Sin embargo, cuando mi maestro murió, antes de enterrarlo, metieron la mano en su bolsillo y lo único que encontraron fue un pequeño espejo…»
El alumno y el maestro
Un muchacho se acerca a su maestro y le dice: «Maestro, ¿Por qué me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada? Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto». ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo:
* «Cuánto lo siento, muchacho. Ahora no puedo ayudarte. Debo resolver primero mi propio problema. Quizás después». Y haciendo una pausa agregó: «si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar».
– Encantado, maestro –titubeó el joven- pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
* Bien, asintió el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al muchacho, agregó: «Toma el caballo que está allí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Vete antes y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas».
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo. Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, y rechazó la oferta. Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado –más de cien personas- y abatido por su fracaso, montó su caballo y regresó. Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro. Podría entonces habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda.
El joven entró en la habitación y le dijo al Maestro.
– «Maestro lo siento, no es posible conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo».
* Qué importante lo que dijiste, joven amigo –contestó sonriente el maestro-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él, para saberlo?. Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuánto da por él. Pero no importa lo que ofrezcas, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar. El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo: «Dile al maestro, muchacho que si lo quiere vender ya, no puedo darle más de 58 monedas de oro por su anillo».
– ¡¡¡¿58 monedas?!!! –exclamó el joven -.
+- Sí, replicó el joyero. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé si la venta es urgente. El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
* Siéntate –dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. Y ese experto sólo puede ser el que te creó. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor? Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda.