¿Por qué un profesor de física no le saca la vista de encima al ápice de un edificio de más de diez pisos en plena ciudad de Buenos Aires? Daniel Córdoba sabe bien que en Salta, ciudad donde da su ya renombrado y concurrido taller, no hay edificios tan altos. Desde esa terraza, en cambio, podría demostrarles a sus alumnos el efecto Magnus mejor que dentro del anfiteatro de la Universidad Nacional de Salta (UNSA). Dejaría caer hacia la calle una pelota de básquet, a la que antes le daría una velocidad tangencial para que vaya girando durante ese recorrido. Por la distancia recorrida y la fuerza de esa rotación más la interacción con el aire, la pelota se alejaría mucho de la vertical. «Me animaría a decir que la llevaría hasta la vereda de enfrente -arriesga Córdoba-. Siempre es interesante desafiar a los alumnos con un experimento y alentarlos a que lancen sus hipótesis».
No importa que haya pasado ya casi tres décadas al frente del taller «Física al alcance de todos». A los 55 años, Córdoba siempre está pensando en nuevas maneras de dar cuenta de los fenómenos de la física sin empezar por la ecuación. «Si vos ponés de entrada una fórmula en el pizarrón, le matás la curiosidad al chico -dice-. La matemática viene después: predecís con cálculos, explicás con palabras.»
Desde un principio, allá en 1991, cuando empezó a trabajar fuera del horario de clases, con un grupo de chicos de la secundaria que depende de la universidad, para resolver problemas complejos típicos de las Olimpíadas, Córdoba buscó ampliar las perspectivas de esta disciplina hacia terrenos que no suelen discutirse en las aulas de la enseñanza media. Clases «después de hora» donde no rija la amenaza de una calificación numérica, donde no se sientan juzgados permanentemente -«como pasa en la escuela»-, y donde se respeten sus tiempos de aprendizaje. Un espacio que evolucionaría a través de los años y al que hoy puede acudir cualquiera, sin importar la edad o el estrato social. Algo que, insiste, no podría haber logrado dentro del sistema educativo tradicional y que sí pudo hacerlo de forma «clandestina».
Así, chicos que eran impermeables a la curiosidad en las aulas encontraron en el taller la motivación y la pasión por aprender. En esa interacción y construcción del conocimiento en los márgenes de la institución se despertaron vocaciones por la física y la ingeniería, Salta se fue convirtiendo en un semillero de científicos con una fuerte presencia en el Instituto Balseiro de Bariloche (hubo un año en el que uno de cada cuatro ingresantes fueron salteños, que además pasaron por el taller), y desperdigó por el país y el mundo a profesionales de ciencias duras que nunca se olvidarán de aquel maestro y aquellas clases que encendieron la llama.
El paso a la clandestinidad
En 1995 se dio aquel primer hito. Por primera vez un tallerista había ingresado al Balseiro, y Córdoba lo vivió como si él mismo hubiese entrado. Pero el embate llegó del lugar menos imaginado. «No nos gusta esto», le dijeron un día las autoridades del colegio. Entendían que preparar a chicos para las olimpíadas era una práctica «elitista», porque solo se trabajaba con los mejores. «Y no era así, porque al taller se podía acercar cualquiera», dice él. El taller se frenó por seis meses.
Los sábados a la mañana, Córdoba jugaba al fútbol en el campus de la universidad. Alrededor de las canchas, las aulas permanecían vacías. Casi ni lo pensó: eligió el aula cinco para recomenzar el taller, una que estaba adelante, cerca de la confitería, así al menos podía tomarse un café con leche y leer el diario mientras esperaba a ver si llegaba alguien. Nadie el primer sábado. Pero al segundo ya llegaron un par, y después el boca en boca se fue encargando de que 200 chicos, incluso de otras instituciones, madrugaran los sábados, por motu proprio, para estudiar física. De llenar un aula, a llenar un anfiteatro. Eso sí, todo ad honorem y ni noticias a las autoridades.
Él usa su propio neologismo para explicar este logro: «Lo hice paraleleando el sistema educativo». Y se define a sí mismo como un hacker: una persona que, conociendo la lógica del funcionamiento de un sistema, puede cambiar sus posibilidades y limitaciones, relacionándolo o no con la finalidad con la que se proyectó. «Tuve que hackear mis clases, mi forma de evaluar, la forma en que me relacionaba con los alumnos, las guías de trabajos prácticos y, lo que es más complicado, tuve que hackear el espacio geográfico», dice.
Evitó, en definitiva, lo que llama el Triángulo de las Bermudas: la planificación, el libro de tema y la carpeta del alumno. Además, claro, de la fiscalización que hace la organización escolar de que todo eso se cumpla. «Los docentes vivimos atrapados en ese triángulo, lo que convierte muchas veces a nuestra actividad en un trabajo burocrático, intentando que todo cierre y silenciando la creatividad y las emociones», dice.
Daniel Córdoba: "Los docentes debemos volver a emocionarnos con los contenidos"
Cultura de garage
Cuando hizo «rancho aparte» y se convirtió en «clandestino» hubo un detalle que rompía con el corazón de esa telaraña: el libro de temas lo reemplazó por una libretita negra donde anotaba cómo se sentía después de cada clase. Un diario íntimo donde consignaba los errores que cometía, lo que funcionaba, las expectativas y lo que había resultado al final de la clase. Hoy esas libretas son materia de una tesis de una estudiante de la Universidad Complutense de Madrid.
Daniel Córdoba y sus alumnos en una clase en el anfiteatro de la Universidad Nacional de Salta Daniel Córdoba y sus alumnos en una clase en el anfiteatro de la Universidad Nacional de Salta
Córdoba usa el ejemplo de los alemanes: allá un garage es solo para guardar el auto. En cambio, en sistemas más libres, se han usado para desarrollar empresas como Apple. En su caso, sucedía que chicos que hasta hacía meses no tenían idea de física, de pronto estaban en la NBA de esta disciplina. Él siempre recuerda las palabras de un ex decano de la facultad, el mismo que le sugirió el nombre del taller cuando de su biblioteca sacó uno de los libros de la colección rusa «Física para todos» y se lo mostró. En su momento le había dicho: «Sócrates le enseñaba al vulgo y le fue dado Platón». Usted está haciendo lo mismo que él. Le está enseñando a todos y están dando olímpicos».
El taller ya hacía demasiado ruido fuera de los límites de la universidad y las autoridades finalmente se enteraron de su existencia. Después de muchas idas y vueltas el taller se oficializó. «Ahí aparecieron otros inconvenientes: porque no quería entrar así nomás a los cánones y a la seguridad que me proponía la normalidad. Tener conductas disruptivas en las instituciones educativas trae muchos inconvenientes». Justamente hoy, cuando lo llaman a dar charlas a directivos, una de las cosas en las que hace hincapié es en que cuiden a los profesores disruptivos.
Con el tiempo llegaron otros reconocimientos más allá del de los alumnos: en 2012, el taller fue declarado de Interés Nacional por el Senado de la Nación. Y el año pasado, justo el Día de los Inocentes, mientras recorría una librería, le llegó un mensaje que le avisaba que el Consejo Superior de la Universidad lo había declarado Doctor Honoris Causa. «Un honor que todavía me parece mucho solo por ser testarudo y seguir adelante por muchos años a pesar de que no estaba autorizado», remata él.
Córdoba todavía se sorprende de que lo suelen llamar desde grupos empresariales para dar charlas de motivación y liderazgo, y en particular para contar cómo se trabaja en la adversidad. De lo que no tiene dudas es de la necesidad del pensar científico en este siglo. «Apropiarse de esas habilidades va más allá de recitar leyes y fórmulas -dice-. Es mirar la vida cotidiana y sus creencias en forma crítica y cautelosa. No aceptar ni negar porque sí, sino hacer hablar a la evidencia a la luz de la ciencia». Cita a un físico amigo: aprender ciencia es pasar de ver en blanco y negro a ver en alta definición.
Fuente: LA NACION